sábado, 17 de enero de 2015

Mercancía china


El joven Roldán vivía con su familia en un piso céntrico de la ciudad. Su posición era privilegiada, su padre era empresario y él iba a una escuela privada. El chico destacaba por su inteligencia, además era bastante curioso.

Recientemente, a su padre no le iba demasiado bien en el negocio del restaurante que regentaba.
Esos malditos chinos se están llevando a mis clientes, tenemos que idear otra estrategia de márketing más efectiva para fidelizar a los clientes. Céntrate en estudiar a esas dos empresas, no están copiando los productos, no podemos permitir que nos ganen más terreno –escuchó un día a su padre decir, agitado, por su teléfono móvil.

 Cada año vemos más y más establecimientos que ocupan propietarios chinos o asiáticos. Se aprovechan de las ayudas económicas y otros beneficios, además de buscar locales cuyos negocios han quebrado, para después remodelarlos a su antojo. Se podría decir que los empresarios chinos que lanzan sus negocios en España suelen tener bastante éxito, a costa de perjudicar a los establecimientos más veteranos en su competencia.

Pasado un mes de aquella conversación, vio que su padre discutió fuertemente en el despacho de trabajo de su casa. Le dijo a su esposa que tenía que salir de casa, que necesitaba arreglar un asunto de negocios. Yo me quedé en mi cuarto, pensativo. Pasado un tiempo me enteré de que aquella tarde mi padre intentó negociar con el empresario chino para comprar su reciente negocio, o un pacto de reparto beneficios.

El chino rechazó ambas propuestas, así que mi padre decidió emprender acciones legales contra él, alegando que estaba haciéndole competencia desleal y que copiaba sus productos en el restaurante.
Así estuvieron las cosas durante bastante tiempo, mas eso no fue lo más relevante de esta historia, sino lo que viene a continuación.


Pasados cinco de años desde que el chino compró el restaurante, mi padre cerró el negocio por problemas legales y falta de dinero. No importaba demasiado, de todos modos le quedaba relativamente poco tiempo para jubilarse.

No obstante, se olía que algo raro estaba cociéndose en las cocinas del restaurante chino.

Sin nada que perder, decidí investigar un poco en las recetas de su tradicional cocina, tanto china como tradicional española (lo imitaron también), en un anhelo de demostrar su repugnante competencia y sus estúpidos recursos.

Visité su local y comí allí durante casi un mes hasta que el gerente decidió pasearse por el local. Me reconoció en seguida como el hijo del querellante, mas no podía decirme nada. A pesar de ello, se quedaba en varias ocasiones mirándome fijamente desde el fondo del comedor, y susurrando a sus camareros al oído, a pesar de que yo no entendía su idioma.

Su mirada atenta me estaba inquietando, y decidí que ya era el momento de largarse. Yo había venido a comer más tarde de lo habitual, con lo cual me encontraba solo en compañía del personal.

Al terminar el segundo plato, le pedí dubitativo la cuenta al camarero. Al regresar, este traía un rico helado de plátano adornado con virutas. Yo le dije que no lo había pedido, pero el camarero insistió en que era un regalo de la casa por haber venido con tanta asiduidad los últimos días, y que se lo tenían que agradecer. Miró a su alrededor buscando la figura del gerente y, tras asegurarse de que no pasaba nada, se tomó el helado con gusto.

Volvió a pedir la cuenta, esta vez cansado. La comida probablemente estaba pesándole ya. No se encontraba bien.

Se tambaleaba buscando la salida, desesperado, no le importaba ya el hecho de no pagar, quería largarse de ese lugar, pero antes de encontrar la puerta de salida, le cogieron dos hombres, cada uno de un brazo, y se lo llevaron a la cocina, mientras se dejaba arrastrar en el intento de pedir ayuda.
Roldán todavía recuerda su sonrisa malvada y su grotesca carcajada, mientras tiraban bruscamente de él hasta apoyarlo sobre la mesa metálica de la cocina.

A partir de ahí, se volvió todo negro, Roldán perdió el conocimiento.

Unas horas después, sin saberlo con claridad, se despertó al lado de un contenedor viejo, en un callejón sin salida, a las afueras de la ciudad. Parecía que se encontraba bien.

Entonces, mientras se reincorporaba, se levantó la camiseta.
La sorpresa fue mayúscula al observar su torso cubierto de una gasa especial. Había sangre coagulada cerca de lo que la altura de sus riñones. También observó que le habían robado la cartera y el móvil.
Con tremendo pavor, siguió revisándose. Le habían arrancado trozos de piel en partes muy localizadas, con la precisión de un cirujano con su bisturí. Además, descubrió varios pinchazos alrededor su cuerpo.

El muchacho no aguantó los sudores fríos que recorrían su espalda. A medida que más se observaba, más angustiado se sentía. Finalmente sufrió un ataque de ansiedad que lo dejó casi sin respiración. No pasaba nadie por aquel callejón.

Sus quejidos y súplicas finalmente se ahogaron en los muros de la fría bocacalle, mientras todavía escuchaba en su mente las espantosas carcajadas de los que cavaron su propia tumba, todo por el tráfico de tan insignificantes órganos vitales.

3 comentarios:

  1. Escalofriante relato, me has quitado las ganas de comer en un restaurante chino por una temporada!!

    Un saludo y feliz domingo!

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  2. Y por eso los chinos te miran con tanto interés cuando entras a sus tiendas, no porque crean que les vas a robar. Ya sabia yo que esa sonrisa cada vez que te daban el cambio, al comprar alguno de sus productos, era puro teatro >:(

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