viernes, 20 de febrero de 2015

Prueba de valor



Mario nunca fue un buen estudiante, pero también es cierto que nunca tuvo mucha suerte con los profesores que le tocaron. Recuerdo que, cuando llegó al instituto, había uno en particular que le resultaba del todo horrible. Este hombre era el profesor de matemáticas, que era ya bastante mayor, y le faltaba poco para jubilarse. A Mario le daba lo mismo, ya que no le gustaban las matemáticas. El caso es que a partir de ese curso, empezó a tomarse las cosas más en serio, y al final no le fue tan mal en los estudios. Un caso muy singular es el que relató en un diario personal que escribió por aquellas fechas, y del que deduzco la siguiente historia:

Lunes 2 de marzo

Odio los lunes. Hoy nos vuelve a tocar clase de matemáticas (…) y la verdad es que no me apetece nada asistir, pero ya que está lloviendo, me quedaré en clase. Estos días me han echado la bronca en casa, y creo que intentare aprobar este examen, al menos así dejarán de darme la brasa. Me queda un mes todavía, pero iré empezando de todas formas. Con tantas x, triángulos y no sé qué historias más ya tengo para rato. A estas alturas, no comprendo todavía como me las ingenio para aprobar año tras año. Así que nada, al lío.

Martes 3 de marzo

Un día aburrido, prefiero no escribir. Tengo hambre, me iré a cenar y a jugar un rato al ordenador.

(Páginas en blanco, páginas con dibujos…)

Jueves 26 de marzo

Estoy a tope con matemáticas, a ver si no lo pone muy difícil. Lo llevo preparado, pero tengo miedo de que me suspenda como en la primera evaluación. Yo ya he cumplido, me voy a la cama. Buenas noches.

Viernes 27 de marzo

Esta mañana me he despertado con un sobresalto tremendo, menos mal que al poco recordé que era viernes y que falta una semana para el examen. Pero eso no ha sido lo peor de todo, y os diré por qué.

Me encontraba caminando hacia el instituto. Es extraño porque caminaba solo por la calle, no veía a nadie por el camino. Miré el reloj, y vi que faltaban todavía cinco minutos. Entré a clase. Me resultó también extraño que ningún compañero me saludara. Estaban sentados revisando sus apuntes. Poco a poco, la clase se fue llenando de alumnos.

Justo después, entró el profesor, con la cara de amargado con la que se despertaba todos los días.
Se sentó en la mesa, abrió el libro por la mitad, y dijo:

-Mario, sal a la pizarra y resuelve el ejercicio.
Yo me tomé mi tiempo para salir. La verdad es que no tenía ni idea de cómo hacerlo, así que salí y deslicé la tiza por la pizarra, escribiendo el castillo de ecuaciones en qué consistía el ejercicio.
-¿Ya está? ¿No sabes cómo seguir?
-No, no tengo ni idea.
-¿Entonces tampoco sabrás cómo ayudar a tu padre con las cuentas de la tienda, verdad?
-¿Perdona?
-Ni tampoco sabrás si te devuelven bien el cambio al comprar tus cosas –dijo el profesor, con una sonrisa burlona.

Los alumnos comenzaron a reírse de mí.

-Usted es imbécil, me largo de esta clase –le grité, indignado.
-Pero Mario, si no resuelves el problema, no resolverás el examen, y entonces ¿qué vas a hacer con  tu vida? –volvió a decir el profesor, burlándose una vez más.
-A la mierda, usted y sus numeritos.

Mientras recogía mis cosas, el escenario cambió de repente. Ahora solo era un mero espectador. 

Observé la clase desde fuera, y me veía a mí mismo sentado en el pupitre, junto al resto de compañeros, haciendo el examen de matemáticas. No habría pasado ni cinco minutos cuando mi yo decidió entregar el examen, con un gesto de frustración. El profesor miraba el examen con una sonrisa tonta, mientras yo me marchaba de la clase, cerrando la puerta suavemente.

Acto seguido, me di cuenta de que había quedado pensado en las musarañas, y que estaba ya el examen delante de mi mesa. 

Miré a mi alrededor. Todos estaban escribiendo. Leí el primer ejercicio, y lo resolví. 
Leí el segundo, y lo deje a la mitad. Leí el resto de problemas, y me sonaron a chino. Intenté hacerlos, pero no saque ningún resultado coherente. Había fracasado nuevamente. En cinco minutos lo entregaría. De pronto, empecé a encontrarme realmente mal. Levanté la mano.

-Profesor, no me encuentro bien, puedo ir al baño.
-Si claro, pero primero tendrás que entregarme el examen.
Iba a dárselo al profesor, pero enseguida me di cuenta de que la hoja estaba pegada a la mesa.
¡No podía despegarla!
-¿Qué pasa, Mario? ¿Estás bien?

Me estaba empezando a agobiar, y la ansiedad se estaba apoderando de mí. Entonces, miré alrededor de nuevo.

Todos mis compañeros se quedaron mirándome, todos y cada uno de ellos, con una macabra sonrisa dibujada en sus rostros.

Los ignoré como pude, intentando despegar nuevamente el papel del examen, rasgándolo con la regla. El papel estaba verdaderamente adherido, el papel comenzaba a resquebrajarse. Miré el reloj de pared al frente de la clase. Estaba totalmente estropeado, las manecillas se movían a una velocidad imposible. No podía creer lo que estaba pasando. El reloj se derretía como en un cuadro de Dalí. El profesor, recogía folios y folios de exámenes, mientras se acercaba al pupitre como el cazador que acecha a su presa. 

Entonces quise gritar, y salir corriendo, pero de mi boca no salían palabras, ni mi cuerpo respondía a la orden de levantarse.

Entonces, me desperté, medio ahogado, sobre la cama.

Eran las 7 y media de la mañana del viernes.

La pesadilla había terminado.

Jueves 2 de julio

Al fin acabé el instituto.

FIN


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